Por: Ricardo Torres Correa

Foto por: Juan Cortazar

El telón ha caído otra vez. Ha terminado el Festival. Las aguas en la Ciudad Rock vuelven a su cauce. Ahora comienzan a escribirse los relatos. Ahora comienzan a gestarse las historias, las pequeñas historias personales y las del parche. Ya circulan en las redes sociales las fotos, los videos y las anécdotas. Ya se cuentan en las esquinas y los bares, donde todo lo convertimos en leyenda, el pedazo de vida que nos hemos dejado en el centro o la periferia de la Ciudad Rock. Las luces se han apagado. Volvemos a casa a tientas, iluminados por el centelleante recuerdo de lo que acaba de pasar. Solo sus ecos nos ayudarán a entender, con el tiempo, qué fue lo que pasó y por qué aún en nuestras mentes, resuenan las voces de las bandas, los gritos de furia y éxtasis, los abrazos y los besos, las lágrimas y el resplandor.

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El sol es grande. Brilló durante la prueba de sonido y a lo largo de toda la tarde. Su luminosidad crecía con el sonido suave y profundo de las voces de las bandas que tenían a su cargo el cierre del Festival.

El sonido azul y fresco de Medved se pareció a ese sol que todo lo llenaba de luz. Al aire transparente en el que viajaban los cuerpos y las mentes de quienes llegaron temprano para no perderse nada. Para estar en todo y dejarse llevar por los sonidos envolventes y delicados de la banda, por el que se deslizan los ecos del pop rock de los maravillosos años ochenta, del New Wave y el post punk. ¡Qué soda!

El sol y el viento siguieron trayendo hasta el escenario de la Ciudad Rock más sonidos frescos como los de Cosmofonía, que viajaron desde Falan, en las montañas al norte del Tolima, uno de los enclaves más ricos en biodiversidad que tiene la tierra firme, para traernos su música, salpicada de pop y de rock para nuestros oídos.

Hay algo en el aire que nos augura una buena jornada. Se siente y se ve en las caras de la producción y de las bandas.

Los hermanos Izquierdo subieron al escenario del Festival con el pie derecho. La formación, con raíces en la ciudad de Sogamoso, sabe lo que tiene. No en vano su trayectoria de siete años, un ciclo vital completo, en el que produjeron el álbum titulado Tres Almas, que compartieron con la audiencia apostada en el escenario, les sirven para quedarse en vibraciones y buena onda en el cuerpo de los asistentes.

Desde el centro de la plaza central de la ciudad, resurge de las cenizas el espíritu de Ibanaska, la diosa del río de las nieves, la guardiana de las tradiciones del pueblo Pijao. Siglos después, la formación ibaguereña que adoptó su nombre, se para en la tarima del Ibagué Ciudad Rock con ritmo y con furia, para entregar un set de canciones impecable, alentado por el fino sonido de los metales y las percusiones, puro Ska, la fusión afroamericana, ritmos populares que dialogan con la escena ibaguereña, tan abierta a los sonidos del género, que tan buenos representantes tiene en la región.

El parqueadero principal del Manuel Murillo Toro sigue llenándose. Afuera la fila para el ingreso crece. En la cara de todos la alegría y la ansiedad se juntan en una sonrisa.

Haremos una fiesta y no será la última, dice la banda caleña Últimos Nietos, que salieron a la tarima de la Ciudad Rock a comerse el escenario. A conectar con la audiencia que, sin dudarlo, reconoció en los primeros acordes la calidad de su sonido punkero.

Desde las calles de Cali, desde el cerro de Las Tres Cruces, Los Farallones y La Barra, en el pacífico, viene la energía de este puñado de músicos que, con desparpajo, ese gesto tan valluno, se goza la escena y deja hasta el último aliento en su trabajo.

La formación caleña armó la fiesta y la musical tuvo la fortuna y el placer de estar ahí para contarlo.

Los hermanos Galvez, centro y nervio de Yooko, la banda de New folk alternativo, con origen en la ciudad del Líbano, Tolima, en su búsqueda sonora, abrieron una puerta al comienzo de su trayectoria musical y adentro se encontraron con la música y decidieron quedarse allí para siempre.

Desde su presentación en la tarima del ICR en el año 2015, la formación, residente hoy en Bogotá, que tiene una pisada en varios países del continente, como México, esperaba volver a la Ciudad Rock, y anoche, siete años después, pudimos verlos en vivo de nuevo. El show que ofrecieron a la audiencia se destacó por su fuerza y calidad, dos cualidades del proyecto con el que siguen cautivando audiencias.

Su performance en la Ciudad Rock, será de los que el público recordará como uno de las más potentes. Su homenaje a Marciano Cantero, guitarra y líder vocal de Enanitos Verdes, recientemente fallecido, fue uno de los momentos de mayor clímax, cuando versionaron La muralla verde. Grandeza y amor por las canciones y las bandas que nos han formado. Así es Yooko.

La noche avanza. El reloj de arena en la Ciudad Rock sigue su marcha. La audiencia no lo ignora, pero prefiere no pensar en ello. Está enfocada en las bandas que suben al escenario, en la bulla, en el baile, dejándose llevar por el éxtasis sonoro, tan variado y tan rico como ellos mismos.

Otro de los regresos más significativos fue el de Ra La Culebra, el proyecto de Javier Devia, baterista de la agrupación y director del FIURA, Cali. La Culebra serpentea por el escenario. Por su piel viajan sonidos llenos de fusiones, ricos en timbres y ritmos, donde entran la diversidad de la cuenca del pacífico, resonancias de una región que se mezcla con sonidos urbanos, amalgamas que se convierten en una experiencia sensible, en la que se canta a la vida, al amor, a la crudeza de la realidad, a veces asfixiante.

Ra La Culebra contesta, culebrea, levanta la voz, no calla. En su trabajo sonoro se comunican menajes de vida, se apela a la civilidad, al respeto por el otro, por la diferencia.

El viaje circular en este tercer y último día del festival no se detiene. Ahora quienes suben a la tarima del ICR son los integrantes de la formación ibaguereña Zentrópico, que nos entrega un trabajo rico en sonidos de la tierra, letras con mensajes ecológicos y de resistencia. La audiencia recibe el fino poder de sus ritmos y fusión, sonidos electrónicos y de percusiones que siguen subiendo el voltaje en la musical.

Minutos después el barrio se sube a la tarima. El barrio con todo su fulgor y estridencia punk. El barrio de los obreros, monoblocks, de la ciudad de Lanús, al sur de Buenos Aires, se planta en el centro de la Ciudad Rock. Los Roñosos han viajado casi siete mil kilómetros para estar aquí, para estallar aquí, con el tropel de las esquinas, donde se tejen amistades para toda la vida, donde la solidaridad y los hermanos se levantan dándose la mano y el corazón, porque es urgente y necesario. Los Roñosos se ponen la diez y golean. El público reconoce la calidad y la magia de su juego. Vitorea, salta, baila y se lleva un pedazo de Lanús en su corazón.

En el entretiempo, Alejandra Caviedes y JP, presentadores del festival, no dejan que la audiencia se caiga, se distraiga. Los mantienen calientes, conectados. La producción va y viene asegurando que todo salga bien, previendo los percances, los fallos, pero hay un viento a favor y la nave sigue su viaje hacia el final de la noche.

Abajo los fotógrafos y reporteros gráficos, los medios de comunicación de la región y los nacionales buscan historias, las notas que den cuenta de esta fiesta, la imagen que hable sola, de lo fulgurante y luminoso de esta experiencia vital para el rock y sus seguidores.

Y desde la torre sonora de la Radio Universidad del Tolima, el medio oficial del Festival Internacional Ibagué Ciudad Rock 2022, un equipo humano y técnico, sigue al minuto el acontecer y los detalles del certamen, que llegan a través de las ondas hertzianas y el streaming a la audiencia de la Imaginación sonora.

Una hormiga está a punto de subirse al escenario y confirmar porque es la reina, la amante sempiterna que todos quieren besar y tocar. Con la que todos quieren salir de noche para bailar. Ella está acostumbrada a escalar, a caminar por las paredes y las rocas, a arrastrar sobre su lomo carnoso los sonidos que la hicieron grande, que la convirtieron en una de las mejores bandas del país.

El público corea su nombre. Una sola voz que se alza fuerte en el escenario y retumba en las montañas de La Martinica, que nos devuelve el eco vivo, resonante y poderoso: Dafne, Dafne, Dafne, y ahí están, han vuelto, pero la verdad no se fueron nunca. ‘El Tigre’ ruge, nos muestra los dientes y las garras, nos muerde, no hay sangre, solo alegría.

El sonido de Dafne Marahuntha, de metales y percusiones, de fusiones sabrosas como la fruta madura, ricas melódicamente, levanta del piso a la audiencia, la eleva, todos están vibrando con la actuación, todos están volando como la banda.

Dafne no decepciona: una formación que tiene e irradia esperanza, que comparte escenario con Victoria Labrador, una niña de apenas diez años de edad, con un talento enorme para interpretar la batería, no puede hacerlo. La banda comenzará a girar con ella y próximamente estará de vuelta en los escenarios más importantes del país, reclamando lo que es suyo, lo que le pertenece, la cima en la que las audiencias y la calidad de su trabajo la han encumbrado como la reina.

Pocos granos de arena quedan en el reloj de la última noche del festival. Todo lo que comienza debe terminar. Ha sido un largo camino para llegar hasta aquí. Hemos sobrevivido, no podemos decir que estamos enteros, pero si pletóricos de alegría, rebosantes de pasión por la experiencia vital que trazaron todas y todos los que hicieron posible, una vez más, que la Ciudad Rock se levantara para decir que está viva.

Todo final es un orgasmo. Bueno, casi todos. Pero este lo es con seguridad. Nada mejor para cerrar o dejar abierto, ya lo sabremos con el tiempo, que navegar juntos en las aguas mansas y transparentes de uno de los proyectos artísticos más relevantes del continente.

Los Cafres, la formación argentina liderada por Guillermo Bonetto, vinieron con el sol que brilló luminoso durante el día. Había que estar ahí para verlos, para sentirlos, para entender por qué es un referente en la escena internacional del reggae y de la música en general, después de treinta y cinco años de trayectoria.

El hombre, Guillermo Bonetto, alto y delgado, sale del camerino rumbo al escenario. Allí lo espera un público que no ha parado de corear el nombre de la banda y que se sabe de memoria sus canciones. Un último estiramiento del cuerpo antes de subir a la tarima. Choca el puño de su mano derecha con dos de sus asistentes y uno de ellos saluda con un gesto noble el outfit que ha elegido para la presentación. Él, Bonetto, responde con una venia y ya está listo para subir a la tarima. Cuando lo hace, cuando está parado en el centro de ella, la audiencia estalla, enloquece. Aúlla.

Lo que vino a partir de ese momento no fue un concierto. No. Fue una liturgia oficiada por uno de los obispos más sensibles del reggae, por uno de sus hijos más queridos y respetados, que encontró en la audiencia de la musical a sus fieles. En la hora y poco más que duró la presentación, Los Cafres fueron generosos y ofrecieron un recorrido selecto por lo más destacado de su extensa discografía. Suena la alarma, Alas canciones, El paso gigante y Barrilete, fueron algunos de los álbumes que eligió la banda para compartir en el ritual sagrado que ofició en el escenario del Festival.

Entre cada pieza interpretada, Bonetto va al fondo del escenario para beber un sorbo del té caliente, que su asistente principal ha preparado y dispuesto entre el espacio que ocupa su percusionista Iván Mustapich y Gonzalo Albornoz, el músico a cargo del bajo. Bebe un sorbo y se seca los labios con la toalla impecablemente blanca, que está a un lado del mugs del que ha bebido y que lleva el diseño del logo del Festival de este año. Sus movimientos son suaves y tranquilos. Como los que despliega en su recorrido por todo el escenario.

Hay comunión. Desde el mismo instante en que subió a la tarima y hasta el momento de bajarse, para subir de nuevo ante el pedido a gritos de su público, el artista y su banda establecieron un pacto con ellos, que ahora es inquebrantable. Un pacto de respeto y amor en el símbolo de la bandera nacional desplegada, en la mano estrechada con su audiencia, en las palabras de amor de sus canciones.

Los Cafres nos entregaron un cierre de festival soñado, mágico. Una noche brillante, como su música, que nos hizo olvidar del reloj de arena, para envolvernos en un momento que será, para siempre, dulce y exquisito.

diciembre 21, 2022
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